“Tú ya me has llegado a conocer”,
me dice. Y yo asiento, pero ambos sabemos que no es así.
Yo solo me he encontrado,
calculo, unas tres, pero sé que hay una especie de personas que viven en las
copas de los árboles y que toman nota de todo lo que sucede abajo; a veces
escriben cuentos y, otras, hacen dibujos dispares con simbología secreta en
una libreta rayada con boli bic.
Cuando lo conocí gastaba bigote,
lo cual le hacía parecer más serio de lo que más tarde, bailoteo con tema de
los Rolling mediante, resultó ser. No vino solo, cargaba en su zurrón con una
inconcreta desdicha y tal vez el nombre de algún famoso héroe del cómic
español, supongo.
Desconcierta un poco la
dificultad que plantea el no poder aprehenderlo, aunque la incomodidad es
imposible si resulta deberse a que muta en colores y formas diferentes por
turnos, con un mecanismo sencillo, como si fuera un caleidoscopio. De este
modo, nunca es el mismo al otro lado del teléfono, al otro lado de la
mesa, detrás del vaso de Jameson, o derramado en sus letras, que bien pueden
desangrarse en charcos o hincharse en una enorme retención de líquidos, como un
globo, flotando en un lirismo propio, del que no puede escapar, aunque lo
oculte; algo así como su bigote, que aunque juguetee a esconderlo, intuimos que
está ahí.
Leerle es viajar lejos y tardar
en volver, mientras recorres los escritos que introduce en su escrito, de los
que, a su vez, habla en su escrito. Su estilo funciona como las muñecas matrioshkas,
en una sucesión interminable de cosas dentro de la cosa, como cualquier brillante
cuento de Borges.
Adoro a esta semejante criatura
que no es otra que la Sra Carrington, el Dr. Suplente, el Dr. Albóndiga o
Teresa a lo lejos, al son de la Balada del injuriador de bellezas, en una
oración de domingo-lunes a un vulgar zarapito.
Pedir que se quede es una “Una
cuestión de fe”, pero yo espero que esto solo sea el prólogo.
La fe no es un puta que se deja sobar
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